Marzo.
Marzo vino con muchos golpes bajos, mucho análisis interno. Existen dos fantasmas que todavía no quieren irse, de hecho, les encanta insistir en el tema.
El año pasado empecé la medicación para combatir uno de los fantasmas más grandes de mi mente: creer en uno mismo. Ya se cumplió un año de estar consumiendo clonazepam y ahora agregaron al mix escitalopram para mi depresión galopante. Esto empezó gracias a que a mis dulces 30 años se me ocurrió darle una nueva oportunidad a estudiar una carrera universitaria.
“No te da la cabeza para entrar en la UBA” decía siempre mi progenitora, la persona que debería alentar los progresos de su descendencia como si fuese su propio proyecto pero jamás lo hizo. Llevar años luchando para juntar valor al empezar alguna actividad es un martirio constante, silencioso, hasta casi caprichoso. Estoy harta de sentir como mis pies se pegan con cemento a mi casa cuando llega el horario en donde debo atender nuevas actividades que logran distintas cosas que necesito. Harta de tener sueño o disociación cuando debo hacer tareas del trabajo y me encuentro durmiendo la mayor parte del día, sin poder completar mis tareas diarias.
Ahora ya a mis 31, teniendo un país en llamas sin esperanzas a que mejore, no genera la energía necesaria para que mi cuerpo se desplace a cursar una materia o hacer actividad o trabajar. Es irónico porque son cosas que aspiro, que quiero para mi vida.
Si pudiera cambiar esta sensación suicida constante lo haría, pero no estoy encontrando la fórmula secreta.